domingo, mayo 14, 2006

Lo que hay que aguantar

Mucho tiempo antes de que pisara por primera vez tierra andaluza, una vaga idea viajaba por mi mente de cómo serían. Cinco años después de aquella experiencia que traería consigo cuatro años viviendo en Sevilla, ese prototipo de andaluz ha variado considerablemente. Un número envidiable de gente se propuso convencerme del enorme parecido que entre canarios y habitantes del antiguo Al-Andalus existía. El denominador común que aseguraban era la afabilidad en sus gentes, ese don de sociabilidad que aquí algún día nos acompañó y que hoy, por norma, suele brillar por su ausencia.
Con esta sarta de sensaciones y aspiraciones sobre una comunidad, llegué a Sevilla. Allí he pasado una de las épocas más entrañables, aprendiendo una nueva forma de entender la vida. Recuerdo con nostalgia aquellas noches escuchando y viendo flamenco en La Carbonería, un lugar que dejó su inicial cometido para convertirse en un extraño bar por el que ha pasado lo mejor de la canción de autor, igual que del flamenco. Era extraño estar allí, con una fogata enorme que, imagino que todavía hoy, seguirá desprendiendo ese olor a carbón profundo. Igual que los días en que me tomaba un vino y escuchaba música, sentada al lado de todo tipo de gente: desde turistas hasta autóctonos del lugar.
Así conseguí ver que detrás de aquella típica sevillana, representante de Andalucía y de toda España, había toda una ideología y un sentido de las cosas que va más allá de un baile folclórico. Descubrí que los diarios tenían una sección dedicada en exclusiva a la tauromaquia, y ese desconcierto tardé mucho en transformarlo en comprensión. Por ese entonces tenía conocimientos, pero pocos, sobre ese estereotipo de español con el que todo extranjero nos identifica. A medida que he ido asimilando parte de esa tradición convertida ya en todo un ideario popular, he asistido a numerosos enfados por ello. También entonces he intentado poner en juego esa comprensión que, creo, he adquirido a lo largo de los años. Al final, la única conclusión válida que he sacado es que me da exactamente lo mismo la idea que se tenga en el exterior de mi país, si se trata sólo de ideas tan inocentes como el ensalzar el folclore de una zona como lo innato de toda una nación. Si en general, nosotros que vivimos dentro de las mismas fronteras, seguimos pensando en el absurdo tópico del andaluz vago e inculto por norma, ¿por qué esperamos un trato diferente por parte del resto del mundo?
Yo ya no sé si se trata de nacionalismos, pero algo me dice que sí, que para variar todo está extrañamente hilvanado. Quizás sea por la noticia que ayer por la mañana leí, ésa que afirmaba que ERC tiene entre sus últimos objetivos la pretensión inconcebible de prohibir la venta de ‘toritos’ y bailarinas flamencas en Andalucía. Sólo el colmo de la ineptitud como forma de gobierno puede llevar a propuestas tan descabelladas como esta. Directrices nacionalistas que pretenden restricciones al comercio en busca de su personal cruzada para ensalzar su propia cultura. Absurdas prohibiciones que, afortunadamente, muchos catalanes ven como tales. Menos mal que aún queda algo de sentido común no eclipsado por el virus del nacionalismo…O eso, o que no quieren ver a una España rebelada prohibiendo la indiscriminada venta sin pudor de camisetas del Barça. Yo ya no sé qué es lo que ocurre en este país, pero al menos aún he mantenido la suficiente cordura como para no cogerme una rabieta cada vez que, en medio de Italia, escuchaba hablar de Barcelona… Resulta que por aquellas tierras, lo que se conoce, es la capital catalana. Y cuando todo el mundo decía maravillas de ella, yo me sentía orgullosa. Hasta que volvía a la realidad y a mis oídos llegaba una nueva locura.