jueves, julio 27, 2006

Las mentiras por derecho

No hace demasiado leí que los españoles mentimos por derecho y con la razón que otorga el no hacerle daño a ese prójimo distante. Mientras esas premisas se respeten en esencia parece que nos sentimos en plenas facultades de ello. En cambio, también llegó a mí que otras personas, de otros países tan honestos-deshonestos como el nuestro, no contemplan esa forma de afrontar el ajetreo de vivir. No pienso que adulterar la realidad sea un deporte nacional, pero creo haber descubierto que es algo congénito al hombre, sea cual sea su origen, tenga tendencia cosmopolita o sea sedentario por excelencia.
Como consecuencia de este triste hallazgo, muchas de las afirmaciones que un día pude hacer, hoy caen por el barranco cruel de los ‘cambios de opinión’. Recuerdo una tarde, como ésta en la que escribo, en la que alabé con desmesura la intransigencia de un Gabriel García Márquez que, empeñado en perpetuar la esencia de sus obras, negaba la posibilidad de la recreación fílmica de ellas. Algún tiempo más tarde los diarios acogían la noticia de la próxima escenificación de una de sus obras más emblemáticas. Y un número indeterminado de días después escuché de refilón que Macondo, el imaginario pueblo donde ‘Cien años de Soledad’ se desarrolla, atravesaba la ficción para convertirse en el nombre de un antiguo pueblo. La idea: la atracción de turistas que podría suscitarse, ya que ése había sido el lugar que había inspirado al autor para escribir ese cúmulo de hojas.
¿Qué esencia queda de todo lo que un día cualquiera ese hombre dijo? Habló de imaginación, de fantasía y de personalidad, de honestidad hacia el imaginario de lector anónimo, de los cientos de lecturas que de lo mismo se podían hacer. Pero más tarde, no sé cuánto más tarde, lo transformó todo, y rompió muchos de los eslabones de empatía que había tendido hacia sus lectores.
Hace bien poco, en una exposición sobre Julio Cortázar, Márquez se aparecía en una de las imágenes, con un Vargas Llosa del que todavía era amigo. Es amargo reconocer el triunfo del cambio, las vejaciones a las que el tiempo, sin pudor, nos somete. ¿Será consciente él mismo de cómo ha dilapidado todo su ideario, dejándonos a sus lectores anonadados?

Como bien conocedores de los efectos nocivos que el tiempo tiene para todos los seres que lo sufrimos, muchas veces tendemos a ser benévolos con gentes que se traicionan a ellos mismos. Tal vez porque vemos en su reflejo actitudes que en instantes lejanos podremos llegar a protagonizar... O quizás porque entendemos que el dolor de la mentira no supera los límites del respeto de ese prójimo distante... Yo me inclino por pensar que sentimos tanto pánico por nuestras posibles transformaciones, por ese vértigo que sentimos subidos al mundo, que tendemos a ser más flexibles... A mí me entristece hasta que un señor, que me prometió no permitir más vidas que las que mi antojo quisiera darle a su obra, acabe recreándola. Un señor al que le dediqué mi primer artículo... Creo que no voy por buen camino, en una vida en la que ésa debe ser la más insignificante de las falacias.