domingo, enero 29, 2006

El milagro de la atracción

Creo que la primera vez que comencé a descubrir el milagro de la atracción apenas me hallaba en plena infancia. Unos imanes con formas totalmente abruptas se encargaron de dar vida a aquel milagro. Recuerdo que nuestros ojos, los de mi amigo y los míos, observaban cautivados aquel sorprendente hecho sin atisbar, ni de lejos, los motivos de la inevitable unión. Durante mucho tiempo aquellos pedazos imantados pulularon por nuestros juegos, acompañándonos en muchas de nuestras aventuras fantásticas. Vagas imágenes han quedado en mi mente sobre los juguetes que de niña crecieron conmigo, pero creo que jamás he olvidado aquellos imanes que el padre de mi amigo nos dio y que a lo largo de tantos años continuaron participando en nuestros encuentros. No sé en qué momento dejaron de existir. Tampoco logro rememorar el instante en que la ciencia alumbró nuestras mentes y logramos dar una explicación algo más coherente que la que nuestra imaginación, probablemente, había dado en aquellos años. No obstante, lo cierto es que en muchas ocasiones acude a mi mente aquel momento desvirtuado cruelmente por el paso de los días, las horas, los meses.
Casi siempre me suele ocurrir cuando me siento terriblemente atraída por algo sin entender que a otras personas no les ocurra lo mismo. Sin lugar a dudas es lo que sentí aquel martes cuando, por sorpresa, el azar procuró que llegara a mi la noticia de que Jorge Drexler, un médico uruguayo que dedica su vida a hacer terapia musical, actuaba en el Auditorium de Roma. Al mismo tiempo que la alegría me embriagaba, el desconcierto se apoderaba más de mi. La extrañeza de su presencia aquí hacía que, aún, me atrajera más el acontecimiento. Y así fue como, no sin prisas, acabé sentada en la novena fila de una sala repleta de nacionalidades, pero donde destacaban considerablemente los italianos.
Sin banda que lo cobijara, Jorge emergió puntual como un reloj británico para deleitar a la entregada audiencia con canciones de ahora y otras de otros tiempos. Su figura sola, apoyada en su inseparable guitarra, creaba un ambiente de intimidad difícilmente conseguido en otros conciertos. Su lamentable italiano, lejos de separarlo del público, logró una unión magistral en la que el autor se esforzaba en hacerse entender y la gente hacía aún más por comprender su hispano-italiano. Entre brano y brano (canción y canción) tocó la hora de recordar, y como no, Jorge interpretó, para todos los que allí nos encontrábamos, aquella primera melodía de habla española que en su día triunfó en los afamados premios Oscars. Con desparpajo y gracia recordó cómo hace ya casi un año no se le había dejado actuar por no considerársele prototipo de artista latino. Mientras decía todo esto yo recordaba el enfado que me había embriagado al enterarme. Releía mentalmente el artículo que, cargada de tristeza, había escrito. Recuerdo que parte del mismo parecía un alegato a favor de la música de autor...Alegato que, sin lugar a dudas, volvería a formular después de haber visto a ese hombre, con su boca y un micro, grabar antes de cada canción un ‘acompañamiento’ para la misma...Bueno, de casi todas, porque Al Otro lado del río la cantó como lo hiciera en aquellos veinte segundos que tuvo para agradecer el premio el pasado año, a capella. Es entonces, en instantes como éste, cuando me siento como aquel imán, atraída irremediablemente por cosas, sensaciones. Aunque muchos aún no lo entiendan.