domingo, abril 30, 2006

La mordaza clandestina

De un tiempo a esta parte me siento como si todo, absolutamente todo, hubiera emigrado de su posición por antonomasia natural (no digo normal, porque es una palabra demasiado moldeable a antojos), a un estadio de excentricidad del que nadie es consciente. Siento que no comprendo nada, que se me escapan las realidades como cuando se te escurre el agua entre los de dedos de las manos. No puedo hacer nada por evitarlo, ya es una realidad física el hecho de que no puedo atrapar aquello que quisiera, tal como no puedo frenar esa caída del agua marina.
Puedo leer con una cierta tranquilidad intentos de superaciones multitudinarias para que nuestro emblemático timple entre en ese libro tan absurdo y tan codiciado que es el Guinnes. Lo que me niego a releer cada día es el sentimiento de acongoja que nos relega a una de las islas más ‘chicas’ de nuestro querido Archipiélago. No es que me niegue a creer una historia real que explica certezas y creencias erróneas convertidas en nombres, no es que no sepa que Tenerife es mayor, y también Fuerteventura. Todo eso lo sé, y bienvenidas sean todas las reformas oportunas para que ello quede fielmente reflejado en el texto estatuario, pero no a costa de sembrar más odio y menosprecio hacia nuestros vecinos. Hay cosas que hay que decir, y que todos debemos saber. Supongo que no somos pocos los que quisiéramos conocer por qué nuestras infraestructuras menosprecian nuestra calidad de vida , y las de Las Palmas o Gran Canaria (léase como mejor se sienta) se irguen como unas creaciones de acero que impresionan y que bien pueden compararse con muchas otras ciudades españolas.
Todavía recuerdo el verano pasado, cuando mi familia decidió emprender una viaje en coche desde Sevilla hasta Bilbao que se prolongó más de diez días. En su transcurso desfilaron por muchos pueblos, de los que mis padres se sorprendían a su paso, y en un intento de compartir ese asombro, me llamaban para contarme esas magníficas carreteras que a su paso iban descubriendo. No entendían la gran diferencia que nos separaba, que iba mucho más allá de un ancho océano. Antes creía que a lo mejor, quizás, la gente hacía demasiado que viajaba, que no veía las ‘modernidades’ que hasta nuestro país habían llegado, o que creía que ellas, las innovaciones, eran sólo cosa de la capital o de grandes ciudades. Ahora ya es más que obvio que las mejoras han alcanzado mil rincones peninsulares. Y en la mayor parte de las islas, como es nuestro caso, seguimos viviendo como “ciudadanos de segunda”. Pero no sólo en el sur, como reza una publicidad sobre carreteras. ¿Desde cuando en alguna parte de la isla existen calzadas en condiciones mínimas? Yo aún no las he visto, será porque a cada trabajo que se realiza le sigue otro, será porque el objetivo de los encargos no existe y las empresas se dedican a enlazar una obra con otra. Todo ello con el dinero de todos. Algo inexplicable, ya que los resultados nunca se ven, básicamente porque son inexistentes.
A estas alturas, ya no sé ni cómo me sorprendo de todo esto. Si ya hasta los telediarios emergen con ‘famosillos casposos’ en sus portadas, relegando a nimiedades otros acontecimientos escabrosos que sí deberían tener otro tratamiento más detenido. Ahora que enciendo la televisión y el supuesto tratamiento informativo de las noticias se ve bañado por ese toque ‘rosa’ que ya todo lo alcanza y nadie se queda estupefacto, es casi imposible sorprenderse por ciertos asuntos. Ya todo tiene cabida en nuestros días. Al fin y al cabo, la verdadera supremacía de las cosas, la determinan unos poderes que nos quieren ver amortajados con placer. Sí, en silencio y dispuestos a ello. Así, mientras todo esto ocurre, cierra una de las centrales nucleares más importantes de nuestro país, casualmente coincidiendo con el aniversario del desastroso suceso de Chernóbil. Todo sin que nadie se atreva o se digne a ofrecernos unas informaciones básicas sobre los peligros de esta energía, pero también de las ventajas y de las necesidades que nos unen a ella como consecuencia de la extinción del petróleo. Serán cosas de esa mortaja clandestina de la que ni siquiera nosotros somos conscientes, pero que nos atrapa en todas las esferas.

viernes, abril 07, 2006

El 'maravilloso' universo de la T4

Un mundo aparte. Esa era la definición que por excelencia llegaba desde España. Nosotros, ajenos a las nuevas modernidades de nuestro país, preguntábamos con la curiosidad inocente de los niños. Sabíamos que, más tarde o más temprano, todos tendríamos la oportunidad de conocer esa ‘maravilla’ de la arquitectura que se había esgrimido como símbolo de un centralismo encubierto. Así, todos, cada uno de los que fuimos dejando aquella Roma cautivadora, que durante seis cortos meses nos había acogido, tuvimos que pasar por aquella terminal. La famosa T4 se convirtió en un punto de encuentro.
Entre todos los rumores que habían surgido en torno a la archiconocida terminal aeroportuaria, mi aventura personal me pareció aun más abrumadora y desconcertante. Con una hora de antelación, pasé el que sería mi primer ‘control’ para dirigirme a la puerta de embarque: la M37. Tras el ritual obligado que supone el detector de metales, y la obligada reestructuración de mi cuerpo y la vida a cuestas que llevaba, vislumbré un alentador cartel informativo. En él se estimaba mi llegada al punto de embarque en doce minutos, creo recordar. Una utopía que casi me deja en tierra. El tiempo previsto sólo se refería a la media que tardaría en alcanzar la parada de un tranvía interno que me trasladaría a otra parte de este sub-mundo. Mi sorpresa fue descomunal. En primer lugar desconocía que las dimensiones de esta nueva parte de Barajas exigieran un transporte así. Y en segundo lugar mi tiempo se agotaba por momentos. El viaje inesperado ocupó otros diez minutos más que aquel cartel informativo inicial me había ocultado. La llegada fue igual de poco alentadora que el resto del camino. Repentinamente me encontré en una parte desierta, que se pobló con los pocos ocupantes sorprendidos que allí nos bajamos. A duras penas conseguí subir los pisos necesarios para encontrar la planta donde mi puerta se hallaba. Pero mi sorpresa-disgusto no pudo ser mayor cuando al llegar, en la pantalla que custodiaba la M37, se leía ‘A Coruña’. Exhausta intenté respirar hondo y no perder los nervios que me hacían perder la cordura y diezmaban las pocas fuerzas que me quedaban. Una pregunta me sacó de dudas y me devolvió a la realidad: habían cambiado la puerta y tendría que rehacer todo el camino, incluyendo el tranvía, para entonces, buscar la puerta J59. Todo esto a las siete y media, intentando coger un vuelo que salía a las ocho.
Creo que jamás he corrido tanto, ni he conseguido cargar tanto peso. Con una fuerza que emergió no sé de donde, llevé a cuestas mi maleta de ruedas que pesaba más de lo que mi cuerpo está acostumbrado a soportar. Con ella bajé escaleras mecánicas a una velocidad impensable. Cogí el susodicho tranvía y corrí, corrí mucho.
Finalmente llegué a las 8 a la puerta de embarque. Y sí, cogí el vuelo, porque se había retrasado. Mientras recuperaba el aliento, mi móvil sonó. Era mi amigo, con el que había llegado de Roma hasta esa T4, y que cogía un vuelo hasta Jerez. Tampoco había salido aún. Se había pinchado una rueda de su avión. En ese instante no pude menos que reír. Casi no me quedaban ánimos ni para contar mi aventura.
Reí por no llorar, porque lo cierto es que de gracioso no tenía nada. Una terminal que ha costado lo impensable, que esconde un centralismo del que tanto se ha desprendido España siempre (basta tener en cuenta los últimos acontecimientos). Una plataforma monstruosa de la que pocas quejas he podido escuchar. Una terminal que todos, incluidos los canarios que no queremos gastarnos dinero en el tranvía, pagamos. Un gasto para una terminal que supera en gran medida lo que debería gastarse Aena en un solo aeropuerto, ya que ello, irremediablemente, influirá en el resto. Y encima todavía no puedo hablar, precisamente, de comodidades.

Casualidades persecutorias

Todavía no estoy segura de que existan las casualidades ni las coincidencias. Cuando hace algo más de una semana, en medio de lo que una amiga mía llama “la Italia profunda y decadente”, me presentaron a Aritz, cambié mi punto de vista. Allí estábamos, él, yo y un gran número de españoles en medio de un bar en la pequeña ciudad de Macerata. Al presentarnos, como ocurre muchas veces cuando te hallas lejos de tu patria, uno de los datos que emergió fue ése, la nacionalidad. Ante el “ella también es española” de nuestra intermediaria, siguió un “yo no soy español, soy vasco”. Algunos días después se declaraba ese ambiguo “alto el fuego permanente”, después de mi regreso a Roma que, por casualidad o coincidencia, lo hice al lado de tres vascas que también pasaban algunos días en la amurallada Macerata. Pasajeras de trayecto que, entre conversación y conversación, resultó que conocían Tenerife y en especial el tortuoso acceso a Masca, del que se quejaron sin contemplación.
Cinco horas después, llegué a la urbe civilizadora que tanto había añorado esos días, saturada de la tranquilidad de aquel lejano lugar y de las barbaridades que, desde nuestro país, cruzan el cielo imparables para encontrarnos y recordarnos ciertas tristezas. Entonces nada hacía presagiar el día de júbilo que, algo después, embargó a miles de españoles por una promesa cruel: ETA aseguraba un alto el fuego, que aún se me hace difícil de entender. Una especie de descanso a la violencia que no incluye un adiós a la extorsión, al adoctrinamiento o al fascismo. Los medios de comunicación festejaban un amargo triunfo. Quizás porque aún se desconoce quiénes son los vencidos y quienes los ganadores. Toda la parafernalia de imágenes se antojaba como un cúmulo de luz y de color ininteligible. Algo así como me ocurrió cuando las mismas chicas vascas del tren, algunos días antes de ese viaje, cantaban aquella canción en euskera porque “en castellano no nos la sabemos”.
Más allá de la diversidad cultural y lingüística, de la tolerancia como base para la convivencia o de la simple cordura, están las coincidencias y las casualidades. Ésas que me hacen eternamente consciente de la locura que tambalea a nuestro país. Da igual donde me encuentre: ya sí creo en ellas. Cuando empecé a escribir, aún algunas dudas asaltaban mis pensamientos, pero tras esta recopilación de hechos encadenados, creo que estoy atada a ellas. O eso, o es que tanto vascos como catalanes me persiguen sin piedad, intentando sembrar en mi corazón odio y desprecio. Si no, no entiendo que tantas aventuras desagradables colapsen mi memoria. La ultima, la de un chico vasco llamado Aritz que, con poco más de veinte años, ya no sabe lo que es la tolerancia ni el respeto, y encima hace alarde de ello. Todo eso a miles de kilómetros de su país y mi país, porque aunque le pese, igual que yo soy canaria y española, él es vasco y español. Ya está bien de tanta tontería. Sobre todo porque esta tontería nos ha tenido amordazados años y años.